Nacionalismo sostenible


eternacrisis


A vueltas con el desafío catalán, con ambas partes  (entiéndase nacionalismos respectivos catalán y español) enfrascadas en una guerra democrática cada vez menos soterrada la hecatombe se cierne sobre nuestras cabezas ibéricas y peninsulares y ya imaginamos un desierto existencial postholocáustico sin vida sobre la faz de la tierra, una tierra española o catalana por cierto, porque eso es lo único que quedará tras el conflicto: Balas de paja arrastradas por el viento, sin asomo de vida alguno pero con una bandera bien plantada, expresando que a falta de vida orgánica todo objeto resultante aunque no respire será nacional.

Estamos ya en el siglo XXI y todo es más civilizado, al menos en occidente donde la segura autodestrucción planetaria derivado de un hipotético enfrentamiento entre potencias ha exportado la violencia propia y ajena a contextos menos favorecidos, pero todos sabemos cómo la han jugado los nacionalismos históricamente, con incontables millones de vidas humanas entregadas a la causa nacional. Si uno lo piensa bien y recapacita los motivos por los que daría la vida, sería la familia y los seres más cercanos los que justificarían tamaña pérdida, sin embargo ninguno de dichos motivos están entre los causantes de tanto asesinato organizado. La religión y la nación constituyen las mayores genocidas de la historia. Digamos que la religión, hablando de un primer mundo que siempre se ha caracterizado por una mayor capacidad en eliminar semejantes, ha perdido preponderancia e influencia en esta funesta carrera  pero la causa nacional permanece intacta y sino se ejerce en mayor medida es por la disuasión producida por la  imponencia del armamento nuclear y su perspectiva aniquilatoria. No obstante, lo nacional se exhibe en cada rincón y en cada día de las fuerzas armadas. Los muertos quedan para los árabes locos cuando molestan demasiado, una reprimenda en forma de alianza de civilizaciones contra el mal y unos kalashnikov para que terminen de matarse entre ellos azuzando sus fanatismos internos. Es la forma contemporánea de la atrocidad de la causa nacional por lo que se comprenderá que no perdamos el respeto a esta gran depuradora de humanos.

Y sin embargo, el nacionalismo no es malo, o al menos no es forzosamente malo. Supone un vehículo a través del cuál proteger los anteriormente aludidos valores consolidados de familia y seres queridos. La comunidad viene a representar la proyección del ser humano más allá del egoísmo individualista del yo y el ahora que sí significan el auténtico cáncer de nuestros días. De cualquier modo, estoy dispuesto a conceder al lector más crítico, que sí, efectivamente, el nacionalismo es el mayor de los males, una lacra imborrable si se quiere, pero tiene una característica que lo hace ineludible y condenado a convivir con el hombre mientras éste exista: Es inevitable. La forma actual en que se muestra la constituye el estado-nación, concepto creado ya en los albores del renacimiento europeo, que en nuestro siglo mantiene su vigencia pero la realidad es que da igual cómo se llame: Pueblo, imperio, califato, república.....en definitiva comunidad en los que proyectar los anhelos supraindividuales. Este concepto acompaña al hombre desde su concepción homínida y terminará con él. Así que no nos queda otra que domar a la bestia y civilizarla como hemos hecho con tantas cosas y eliminar en la medida de lo posible su potencial devastador tratando de mutar su vertiente negativa en positiva..

Ofrezco mis pautas, elaboradas en incontables años de reflexiones sobre el problema, para convertir el análisis anterior en un objetivo realizable, al menos desde el humilde punto de vista de este servidor escribiente.

En primer lugar, creo imprescindible distensionar el significado mismo de nación o lo que puede significar. El estado de derecho fruto inequívoco de la revolución francesa y que se desarrolla a lo largo del siglo XIX, derivó en un estado social y democrático de derecho a raíz del crack de wall street y las guerras mundiales que con todas sus bondades y desde determinados puntos de vista puede llegar a adquirir tintes un tanto aterradores. Me explico, el aludido estado social y democrático de derecho anclado ya en los preámbulos de todas las constituciones que se precien de democráticas y actuales se caracteriza por un intervencionismo institucional en la vida civil individual que de no ser porque practicamente todos hemos nacido con él y nos parece tan natural como respirar sin mascarilla sería tomado como delirante a los ojos de un buen salvaje. No hay casi  ningún aspecto de nuestras existencias que no esté bajo control del poder y las referidas instituciones. Si fuera posible tecnológicamente vigilarían hasta nuestros pensamientos (las redes sociales donde se comparten intimidades con un universo cuasi global a golpe de tecla sería el intento mas similar a ese anhelado control total). Todo ello, eso sí, con todos nuestros derechos garantizadísimos en la norma suprema y en un millón de normas más que podrán ser suprimidos por lo que el poder político vaya deidiendo como bien común. Si a este control sumamos el matiz de nacional se entenderá el peso insoportable que la nación puede suponer para el hombre común. Por ello, propongo aligerar la carga de dicho intervencionismo, al menos de su vertiente nacional. Esto es, que el causante de muertes anticipadas por antonomasia que ha resultado ser la causa nacional no fundamente este aludido intervencionismo y sobrepresencia institucional. De tal modo el estado nación supone la cristalización paradigmática de todo esto. Uno es nacional desde el DNI hasta el último de los formularios y ser de uno u otro país significa consecuencias hasta en la recogida de las basuras. Se comprenderá que el peso de la nación puede aburrir hasta el más recalcitrante patriota, no digamos al que no siente la nación oficial como propia. De ahí que las rebeldías lleguen a ser furibundas y no escasee la sangre de por medio, tanto tiempo sometido a una nación considera impuesta y omnipresente termina resultando una bomba de relojería a punto de explotar. Para evitar esto, aminorarlo o intentarlo al menos sería bueno que desligar la función del concepto estado. El binomio estado nación ligado al haz infinito de funciones que cumplimentan las instituciones en nuestra vida diaria puede derivar en la asfixia de los no nacionales así que se debe procurar que el estado nación no suponga tanto, es decir, que la función que de por sí no tiene porque ser un concepto ligado a la nacionalidad sea ejercida por poderes e instituciones de distintos ámbitos políticos, profundizar, en el fondo, en un modelo que ya impera en nuestros días. Una función, no de las sacrosánticas nacionales como el ejército o la defensa exterior por ejemplo, sino la aludida recogida de basuras se ejercite por poderes locales, la moneda por el poder estatal y la agricultura por el europeo. Es algo que ya se hace pero el avance fundamental lo constituiría que la función fuese independiente al poder político territorial respectivo. Cualquier función (excepción hecha, como digo, de las sacrosánticas que deberían ser las menores posibles) pudiendo ser ejercitada por aquella o esta otra institución política con un criterio regido por la búsqueda  y optimización de la eficacia y servicio al ciudadano. De esa manera ser nacional no tendría tanta consecuencia para el individuo ni significaría una carga insoportable para aquel que no compartiera el sentimiento nacional oficial.
Otra dirección hacia la que navegar en esta hoja de ruta distensionadora sería la de compensar de algún modo a la parte de la ciudadanía que no participara de la oficialidad sentimental nacional. Es decir, algún resquicio en el que ver representado dicho sentimiento nacional. Así, la posibilidad de que selecciones deportivas de naciones no reconocidas como estados pudieran participar en competiciones deportivas oficiales internacionales supondría un avance fundamental distensionador de la propia frustración que le supone al ciudadano sin nacionalidad oficial sentimental no poder contar con esta última. La posibilidad de apertura de embajadas en el extranjero y en general cualquier ambito de representatitividad exterior ahondaría en esta línea de actuación.

En segundo lugar, la y de la coordenada se diría para consolidar un nacionalismo sostenible que no provoque guerras, ruidos de sables en los cuarteles ni absolutice existencias ciudadanas sería la de vehiculizar políticamente los anhelos nacionales de un ámbito territorial con pulsiones identitarias mayoritarias de un modo sensato, íntegro e intachablemente democrático. De tal modo, el proceso debería comenzar siempre en un contexto político en el que las fuerzas declaradas nacionalistas gozaran de una representatividad mayoritaria en el parlamento, congreso, asamblea, cámara u órgano de representación principal de su ámbito territorial. Si no existiese esta estructura institucional que pudiera dar inicio al proceso que hablo habría que crearlo dadas unas circunstancias con pulsiones nacionalistas que lo justifiquen. Con tal requisito cumplido, la formación política que ostente el gobierno de la institución territorial fundamental sería la legitimada para principiar un proceso de consulta a su respectiva ciudadanía sobre el modelo territorial que rija sus destinos políticos, acatando en todo caso tanto un resultado de pertenencia a un estado compartido con otros territorios, regiones y/o nacionalidades como la resolución de constituir un estado propio ligado al ámbito territorial de las instituciones que promovieron la consulta. Este proceso se repetiría cada 4 o 5 años, al modo usual de consultas electorales que caracterizan los procesos democráticos occidentales, de forma que fuese tan natural la resolución de una pulsión nacional concreta como la elección de derechas o de izquierdas para la gestión de los problemas de la ciudadanía. En el momento en que alguna de las opciones (estado propio o compartido) superase los dos tercios de representatividad se consolidaría para evitar los costes presupuestarios y de gestión que podría implicar la alternancia consecutiva de las opciones cada 4,5 años para la elección de modo nacional, de forma que las consultas electivas periódicas se ceñirían a la eleción de modelos de gestión (derechas e izquierdas que hemos aludido). Si dicho modelo nacional no se viera refrendado representativamente ( partidos o formaciones políticas  que en su decálogo constitutivo se definan como nacionalistas) en el parlamento por al menos una mayoría absoluta se abriría de nuevo el proceso consultivo hasta una ulterior consolidación. Para ello resulta imprescindible que el conjunto institucional goce de la flexibilidad adecuada que permita esta dinámica. Se trata, con el modelo expuesto, de naturalizar estos procesos decisorios nacionales al modo de los procedimientos electorales característicos de las democracias occidentales actuales alejándolo así de ejércitos, intervenciones de salvaguarda nacional, suspensión de competencias y estados de alarma, excepción y sitio.

Por último, para que lo expresado anteriormente pueda cristalizar fomentando el efecto distensionador del que hablo entiendo fundamental que aún reconociendo a la nueva nación resultante no se deje de reconocer el ámbito cultural del que se parte, esto es, en un escenario mundial de interculturalidad admitir sin pudor y casi con orgullo que esta nueva realidad política bebe sus fuentes de otra anterior con la que comparte lazos ineludibles que producirán grandes aportaciones a ambas partes y sin que ello signifique merma alguna de la nueva identidad nacional.

En fín, tómese lo expuesto como mera y mínima aportación al lector de sistemas de solución pacífica de conflictos que suelen tornar incasdencentes sin vocación alguna de violar el sagrado nacional imperante ni movilizar uniformes ni artículos octavos que otrora darían con mis omoplatos en la carcel.                                           

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